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miércoles, diciembre 15

ALTAIR


// El sagrado hogar del pueblo maorí //
Según el libro del Génesis, cuando Dios creó el mundo, éste quedó desordenado. Miles de años después de aquella revelación religiosa, la realidad no es tan distinta en Nueva Zelanda. En muchos aspectos, su territorio continúa inacabado, a medio hacer, con erupciones volcánicas frecuentes que cambian la faz del paisaje, chorros de agua o de vapor hirviendo que brotan en el momento y el lugar más insospechados, grietas en la corteza por las que emanan vapores procedentes del mismo magma, charcas de lodo en perpetua ebullición... En pocos lugares del planeta se tiene una sensación tan manifiesta de que la Tierra está viva y palpita. Así lo entendieron sus primeros colonizadores, los maoríes. Llegados de remotas islas polinésicas, encontraron un universo de bosques inmensos y árboles colosales, donde correteaban aves sin alas ni capacidad para el vuelo. Unas aves que ignoraban la prudencia y el recelo, porque no tenían predadores.
Los maoríes, cazadores y guerreros, apreciaron las ventajas de tan prodigiosa despensa natural, echaron raíces en Nueva Zelanda y la convirtieron en su nueva patria. Consigo, llevaron una cosmogonía sofisticada, forjada en complejos mitos y símbolos, y en la que el respeto a los antepasados desempeñaba un papel decisivo. Aquella civilización se tambaleó con la llegada de un hombre blanco que, provisto de armas de fuego, se apropió de las tierras más fértiles.